viernes, 5 de junio de 2020

MÁS ALLÁ DEL VIENTO: CAPÍTULO 15. LO QUE EL MAR NOS TRAE


CAPÍTULO 15

LO QUE EL MAR NOS TRAE

Hacía más de un mes de esa mañana de primavera casi veraniega en la que zarparon hacia ese mundo nuevo que Yuna tanto deseaba descubrir. El cielo la había acompañado en todo momento siempre revelándole si llovería, si reinaría el sol o brillarían las estrellas. Yuna sabía leer en el firmamento los mensajes que las estrellas le enviaban. La posición de los astros era otro lenguaje que su pueblo sabía entender. El firmamento era un libro abierto para ella. No sabía leer alfabetos, era cierto; pero sabía interpretar lenguajes que para muchas personas eran sólo silencio, que para muchos ni siquiera existían.
La travesía duró tantos días que Yuna perdió la cuenta de los amaneceres que había visto, de los atardeceres que había sentido y vivido y de las noches que había dormido allí, en aquel cuarto pequeño sólo iluminado por bombillas amarillentas y por la luz del día que entraba contenida por aquella ventana redonda tan curiosa que no se podía abrir. Yuna se sentía encerrada en aquel camarote, por lo que pasaba la mayor parte del día en la cubierta del barco, disfrutando del viento, del olor a mar, del sonido del agua al ser removida, de la visión del inexistente horizonte y del nadar de los peces, que, tranquilos, surcaban el mar sin saber nada de lo que podían encontrar en la orilla de cualquier país o isla. Perdía la noción del tiempo cuando se fijaba en todo lo que la rodeaba. Ni tan sólo oía las voces de las personas que viajaban junto a ella y que, como ella, también preferían permanecer en la cubierta del barco disfrutando del sol, que parecía más amable y dorado allí, en medio del mar.
Yuna se había vuelto solitaria cuando, antes de todos aquellos sucesos, había sido una mujer extrovertida, alegre y sociable a la que siempre le había gustado mucho conversar con los demás. Nunca había sentido vergüenza al conocer a otra persona ni tampoco se había sentido cohibida al darse cuenta de que alguien desconocido la miraba; pero, en aquel lugar, en aquel viaje, su manera de ser cambió muchísimo. No se atrevía a hablar con nadie ni tampoco a mirar a cualquier persona que se hallase cerca de ella. El mundo exterior para ella era un sitio inhóspito, inexplorable. Se sentía tan acompañada por Maebe que no necesitaba a nadie más.
Sin embargo, los demás viajeros no pensaban lo mismo de ella. Había personas que la miraban constantemente, que la observaban procurando entenderla, adentrarse en sus ojos, oírla hablar; algo que jamás ocurría, pues Yuna no hablaba con nadie. Cuando ya transcurrieron dos semanas del inicio del periplo, entonces los demás viajeros comenzaron a interesarse más por ella. Más de una vez, Yuna había descubierto que alguien la espiaba descaradamente. Ella se había apartado de la trayectoria de esa mirada indiscreta y se había escondido en su camarote rogando que nadie la buscase. No entendía por qué la gente se tenía que preocupar tanto por ella. Notaba que la miraban desasosegados, con muchos interrogantes en los ojos. Maebe la animaba a que se relacionase, pero ella nunca le hacía caso. Ignoraba sus recomendaciones alegando que no necesitaba entablar conversación ni amistad con nadie.
Mas huir de la constante presencia de los demás es algo completamente imposible y mucho más cuando nuestra propia presencia despierta tanto interés y misterio. Una mañana, próxima ya al fin del viaje, alguien se acercó a Yuna cuando ella se hallaba asomada a la borda del barco, mirando hacia el mar, imaginando ese horizonte en el que pronto desembarcarían. Aquella mañana, Maebe no le había hablado aún. Prefería permanecer en silencio permitiéndole a Yuna hundirse en sus sentimientos y sus pensamientos sin que tuviese miedo a que ella los oyese. Maebe, muchas veces, salía del cuerpo de Yuna por la noche y no volvía a introducirse en ella hasta que ambas lo deseaban. Yuna se había habituado a la sensación de vacío que experimentaba siempre que Maebe abandonaba su cuerpo y a ese estremecimiento profundo que la agitaba toda cuando Maebe volvía a ella. Eran sensaciones que no se asemejaban a nada que hubiese conocido antes.
Maebe no estaba con ella aquel día. No obstante, Yuna no se sentía sola, puesto que le parecía que el mar entero la acompañaba, que le hablaba también el sol, el aire que soplaba libre, sin que hubiese ninguna rama de árbol obstaculizando su camino. Quedaban dos días para que llegasen al país de Aneia, donde desembarcarían y empezarían su inimaginable aventura. Yuna no entendía por qué todo debía comenzar allí, pero no dudaba de nada, ya que la vida, en los últimos meses, le había enseñado a creer en todo, en todo eso que antes ni siquiera había existido para ella. No había reglas en esa nueva realidad que la acogía y la atrapaba.
Se hallaba sumida en sus pensamientos cuando notó que alguien se acercaba a ella, sigilosamente, como si no quisiese sobresaltarla. Yuna oyó esos pasos cautelosos y se dio la vuelta antes de que esa persona llegase junto a ella. Se quedó paralizada observando a quien se encontraba a escasos centímetros de ella, mirándola con ansia, como si quisiese devorarla con los ojos. Yuna se estremeció. Nadie la había mirado así nunca, con tanto interés y fascinación. Lamentó que Maebe no estuviese con ella, pues necesitaba preguntarle qué significaba aquella mirada, qué pensaba aquella persona al tenerla enfrente. Tuvo que afrontar sola ese momento que tan nerviosa empezó a ponerle.
      Hola. ¿Estás ocupada? Me gustaría hablar contigo.
Se trataba de un hombre alto, fornido, de ojos verdes, tan verdes como la hierba que cubre los campos al llegar la primavera. Le sonreía amigablemente e incluso Yuna detectó que también con algo de timidez. Sus ojos grandes y tan vivos la atraparon. No se sentía capaz de retirar la mirada de aquellos ojos que la habían absorbido como jamás antes le había ocurrido. Su sonrisa, además, era preciosa, blanca, luminosa, sincera. Era algo más alto que Yuna, quien, en esos momentos, se sintió extremadamente menuda y delgada junto a aquel hombre que parecía tan fuerte, que albergaba tanta fortaleza en sus brazos, que tan atlético parecía también. Vestía con una sencilla camiseta de color azul y con unos tejanos oscuros. Sus cabellos, rebeldes, rizados, eran del color de las rosas, rojos, vivos, relucientes bajo el sol. Tenía un flequillo que le caía oblicuo por la frente y casi le cubría el ojo izquierdo.
Yuna notó que se le esparcía por las entrañas un calor muy agradable que la sonrojó por completo. No se sentía capaz de moverse, ni de gesticular, ni de hablar... pero también sabía que él le había formulado una pregunta. No entendía lo que le ocurría. Jamás había experimentado esas sensaciones tan extrañas.
      Perdona. Quizá no hables mi lengua... —se excusó él riendo con timidez—. Do you speak English? O... Parli italiano?
      No, no, no... Hablo tu lengua —le contestó en español, aún más avergonzada—. No estoy habituada a conversar con extraños. Lo siento si parecí grosera al no contestarte.
Ni siquiera ella sabía de dónde habían brotado esas palabras que se le escaparon de los labios sin pensar, sin pedirle permiso a su mente. El chico sonrió más abiertamente al oírla hablar y se acercó a ella posicionándose más cerca de sus ojos.
      Tienes un acento muy bonito. ¿De dónde eres?
«No lo sé», pensó Yuna agachando la mirada. No sabía cómo se llamaba su país. Sólo recordaba que a su poblado, el que tampoco existía ya, se lo conocía como Yumavir; pero ya no tenía sentido pronunciar aquel nombre. Tampoco sabía qué acento tenía ella, con qué lugar del mundo concordaba su manera de hablar.
      De... de un lugar que ya no existe —le respondió con nostalgia. El chico entornó los ojos.
      Vaya, cuánto lo siento; pero ¿dónde estaba ese lugar?
      Más allá de las montañas, entre bosques que también desaparecieron. Los quemaron —le contó susurrando.
El chico no contestó. Le retiró la mirada. Yuna vio disgusto y rabia en sus ojos verdes.
      Malditos todos —murmuró con rencor—. Supongo que escapaste del que era tu hogar porque te lo arrebataron, ¿verdad?
      Así es. Tengo familia en...
Se detuvo, calló. No sabía cómo se llamaba el país de Aneia.
      Sí, yo también tengo familia allí. En realidad, podría haber viajado en avión porque es mucho más rápido; pero me da pánico volar —le explicó intentando animar la conversación—. Estoy deseando ver a mi madre y a mi hermana. Mi padre murió hace un año y ni siquiera pude despedirme de él por estar lejos. Estuve estudiando en México.
«México: tal vez se llame así el país donde se encontraba mi poblado o quizá sea el que se hallaba al otro lado de las montañas», pensó Yuna estremecida, ignorante, olvidando todo lo que le había enseñado Maebe.
      Lo siento. Siento mucho la muerte de tu padre. Yo también perdí a mi familia en ese incendio.
Entonces Yuna recordó de pronto que, al marcharse tan lejos del lugar donde había nacido, perdía por completo la oportunidad de encontrar a su familia. No obstante, algo en su interior le indicó que no merecía la pena que viviese pendiente de ellos. Esta vez, no se trataba de la voz de Maebe, sino de su propia intuición y debía obedecerla.
      Lo siento mucho. Las pérdidas nos unen, entonces —le indicó el chico acercándose más a ella. Yuna se sintió aún más estremecida—. ¿Quieres que hablemos en otro lugar menos concurrido? Conozco un salón pequeño al que casi no va nadie. Quiero que conversemos serenamente. Me das muy buenas vibraciones y capto que tu energía es preciosa.
      ¿De veras? Creo que es la primera vez que me dicen algo así en mucho tiempo —sonrió Yuna sin controlar sus gestos. Se sintió llena, feliz y satisfecha sin entender por qué, de pronto, sin preverlo—. Sí, por favor, llévame a ese salón que dices. También estoy cansada de que me dé el sol.
      Por cierto, me llamo Arturo. ¿Cuál es tu nombre?
      Mi nombre es Yuna.
      Yuna es un nombre precioso... igual que tú —musitó Arturo retirándole la mirada, tímido y sensual.
Yuna dudó en decirle su nombre. Fugazmente, pensó que lo mejor sería inventarse otro nombre que ocultase su identidad, pero no pudo ser precavida. Algo poderoso la obligaba a ser sincera. Algo estaba desatándose por dentro de ella. Las sensaciones que le llenaban el cuerpo eran demasiado nuevas para ella y no sabía cómo gestionarlas ni cómo debía vivir ese momento. También se percató de que podía olvidar su vida y todo lo que la rodeaba con demasiada facilidad junto a aquel chico que acababa de conocer y por el que, sin embargo, comenzó a sentir una atracción imparable. Además, tuvo la impresión de que ya se conocieron en otra vida, pero no se atrevió a confesarle aquellos detalles. Era muy pronto para abrirse tanto a otra persona.
Arturo le pidió que la siguiese y ambos caminaron por la cubierta del barco dirigiéndose hacia esas escaleras que descendían a la segunda planta. Se adentraron en un vestíbulo muy bien iluminado por la cantidad de ventanitas que lo inundaban. La luz del día allí era azulada. Arturo la condujo hacia un pasillo estrecho que desembocaba en una pequeña sala donde había un piano y varias mesas rodeadas de sillones y sofás que parecían extremadamente cómodos. Una barra de color azulado dividía la sala en dos. Tras la barra, había largos estantes llenos de botellas, de vasos... Había tantos detalles en aquel lugar que Yuna no supo hacia donde mirar. Colgaba del techo una lámpara preciosa, llena de bombillas pequeñas que dimanaban un poder místico; una luz brillante y tenue a la vez, que iluminaba todos los rincones de la sala, pero dejando sombras sinuosas que invitaban a realizar confesiones íntimas.
      ¿Quieres tomar algo? —le preguntó Arturo dirigiéndose hacia la barra—. No sé si sabes que nos entra todo lo que queramos tomar. Entraba en el billete.
      Mi billete es muy sencillo. No creo...
      No importa. Queda poco para que lleguemos a nuestro destino. Disfruta del momento y del mundo. Siempre te he visto muy sola y me da pena que nadie hable contigo.
      Más bien, era yo la que no quería hablar con nadie.
      ¿Por qué?
      Porque soy muy tímida.
      Vaya, yo también; pero pensé que, si no me animaba a hablar contigo, me arrepentiría toda la vida —le confesó tomando en sus grandes manos dos copas y una botella de vino—. ¿Alguna vez has probado el vino?
      No, no he probado el vino, pero, si lleva alcohol, no lo tomaré.
      Perdóname. Vas a pensar que quiero emborracharte para... conquistarte, pero no es verdad. ¿Qué te apetece tomar? Soy torpe, lo siento. Es la primera vez que me encuentro en una situación así y no sé cómo actuar.
La franqueza de Arturo la sobrecogió. No se imaginaba que un hombre pudiese confesarle algo así. Ella siempre había creído que entre las personas todo debía fluir con naturalidad, pero le pareció que Arturo era más inexperto que ella.
      Si es posible, me gustaría tomar una infusión —le confesó tímidamente.
      No hay aquí de eso. No importa. Entonces no tomaremos nada. Nos sentaremos juntos y hablaremos todo lo que podamos.
      Está bien.
A Yuna le costaba entender que no hubiese infusiones en aquel lugar donde parecía haber todo lo que existía en el mundo, pero también se dio cuenta de que, en aquella sala, no había ningún utensilio que sirviese para preparar una infusión.
Se sentó en uno de los sillones forrados de terciopelo y fijó los ojos en la preciosa lámpara de cristal que colgaba del techo. Arturo la miró sonriente, pero, antes de situarse junto a ella, se dirigió hacia el piano, abrió su tapa limpia y reluciente y se sentó ante las teclas. Empezó a tocar suavemente, creando una melodía que a Yuna le removió el alma. Se incorporó de pronto, se levantó y caminó lentamente hacia Arturo sin entender nada, sorprendida, sobrecogida y sintiendo unas extrañas ganas de llorar que apenas podía controlar.
Era la primera vez que Yuna oía la voz del piano. Le pareció mágico que de unas teclas pudiese brotar un sonido tan dulce, tan bonito; pero también supo que eran los largos y ágiles dedos de Arturo los que hacían aquella magia que la arrobaba por momentos.
Miró a Arturo, fijándose en su espalda, en sus hombros anchos, en sus manos fuertes y grandes, que parecían tan dulces resbalando sobre el piano, pulsando con majestuosidad y delicadeza aquellas teclas. La sala, vacía hasta antes de que ellos llegasen, se llenó de luz, de melodías, de olores a hierba, de la sensación del agua cayendo entre rocas, del viento meciendo las ramas de los árboles. A Yuna incluso le pareció que de veras el viento le removía los cabellos.
Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Las ganas de llorar de emoción que había experimentado se diluyeron en la hermosura de ese momento y sólo pudo sonreír, sonreír con dulzura. Nunca había conocido a un hombre que le mostrase un alma tan bonita y mágica en tan poco tiempo.
Arturo notó que Yuna lo miraba fascinada, sobrecogida y emocionada. Se volteó suavemente y la miró intrigado sin dejar de tocar. De sus dedos nacía Experiencie de Ludovico Einaudi. Como polluelos saliendo del cascarón, la música brotaba en sus manos y volaba por el vacío que los rodeaba, por la soledad que los protegía y los abrazaba. La música volaba hacia la luz, se perdía en las sombras, se deshacía en el tiempo.
La música subía de intensidad, se volvía más llena, más volátil, más libre, densa incluso. Yuna notó que se estremecía, que le latía el corazón cada vez más rápido, que incluso los ojos se le llenaban de luz. No lloraba porque no sentía que la emoción que la dominaba tuviese que desahogarse con llanto. Tenía ganas de reír, de bailar dejándose llevar por las alas de la música. Cerró con fuerza los ojos y se imaginó que el suelo desaparecía, que sólo había aire a su alrededor y que, de nuevo, se hallaba recorriendo el mundo en los brazos de esos sueños astrales que tanto le habían enseñado.
De pronto, la música se volvió más delicada, como si hubiese sido el agua de una desesperada cascada que, de repente, encuentra la estabilidad entre las rocas y detiene su curso imparable... pero, cuando creía que todo se acallaría, de nuevo la música volvió a subir y volvió a sentir que de nuevo volaba, que el cielo la acogía, que se convertía en una nube que se deshacía en una lluvia amable que regaba los campos, que le daba la vida a la hierba, a la naturaleza que dormía bajo el cielo.
Entonces, Arturo dejó de tocar. Se quedó quieto, aún observando fijamente a Yuna, quien parecía estar muy lejos de ese momento. Cuando la música fue de nuevo silencio, entonces Yuna abrió los ojos y lo miró agradecida, estremecida y extrañada.
      Ha sido precioso —musitó Yuna sin voz, aún sobrecogida por todo lo que había sentido—. No conozco ese instrumento. No sabía que se podía experimentar algo tan intenso con la música... aunque, cuando vivía en mi poblado, las percusiones y las flautas servían para invocar la lluvia. La música nos acompañaba en rituales ancestrales que siempre tenían un significado mágico; pero lo que acabo de sentir ahora no se parece a nada que haya conocido antes.
      Me alegra y me conmueve mucho que te haya gustado. Este instrumento se llama piano y te interpreté una pieza de un compositor que admiro con toda mi alma. Se llama Ludovico Einaudi. Supongo que tampoco lo conoces. Algún día, te llevaré a algún recital suyo y te parecerá que lo que acabo de tocar yo no es ni la sombra de lo que él puede hacer, de veras.
      Gracias —contestó ella emocionada.
      Entonces, ¿en tu poblado hacíais rituales?
      Sí, así es. Estábamos muy conectados con la naturaleza y ella era parte de nosotros, pero tenía nuestras vidas en sus manos y a ella le debíamos agradecer todo y solicitar lo que necesitásemos —le explicó ella encantada de ser, por primera vez, quien tenía conocimientos nuevos para él.
      Suena tan interesante...
Arturo se levantó del taburete que ocupaba y se dirigió hacia uno de los sillones. Al sentarse allí, le pidió a Yuna con la mirada que se situase junto a él. Ella lo obedeció encantada. Deseaba seguir explicándole cosas sobre su poblado, sobre su vida pasada... Era la primera vez que experimentaba esos deseos tan bonitos de compartir, de confesarse, de abrirle su alma a otra persona. No podía creer que aquello estuviese ocurriéndole después de ansiar que nadie la mirase ni le hablase en todo aquel viaje.
      Tienes unos rasgos preciosos, Yuna. Tus rasgos me desvelan que tu pueblo... es... lo que llamamos indígena. Tú no conociste las ciudades, ¿verdad? Tú siempre viviste así, en los bosques, y además es que te expresas distinto, de una manera muy especial. Perdóname si parezco grosero. Creo que casi nadie sabe que todavía quedan poblaciones indígenas en el país en el que viviste, aunque quizá sí...
Indígena: aquella palabra no le gustaba. Sonaba de un modo negativo. La energía que se desprendía de su sonar la desanimó, le hizo sentir diferente e incluso algo repudiada. Agachó la cabeza y fijó los ojos en las marcadas líneas de sus manos. Sentía ganas de llorar, pero no quería que éstas la dominasen.
      Yo no pienso que seas distinta por provenir de un poblado indígena. Por favor, no creas nada malo de mí, al contrario. Yo precisamente fui a estudiar a México para investigar esas culturas que el colonialismo silenció y reprimió. Lamento muchísimo todo lo que le ha ocurrido a tu pueblo y daría parte de mi alma si pudiese evitar tanto sufrimiento y dolor.
      ¿De veras? —le preguntó ella emocionada.
      Sí, de veras. Mi pueblo también sufrió mucha represión hace siglos y de eso nadie se acuerda. Le arrebataron su lengua, quisieron sustituir sus costumbres y su cultura por una que hizo muchísimo daño... pero, por suerte, siento que ahora mi pueblo está renaciendo de toda esa oscuridad que lo silenció durante siglos.
A Yuna le gustaba muchísimo como hablaba Arturo. Se expresaba con entusiasmo, respeto, cariño y también con una dosis de indignación que volvía más rotundas sus palabras. Yuna descubrió enseguida que le gustaba mirarlo a los ojos cuando le confesaba lo que pensaba. ¿Por qué sentía tanta conexión con alguien con quien apenas había compartido momentos de su vida? De pronto, esa pregunta le hizo temblar. ¿Arturo estaría vivo o sería otra alma fenecida que había acudido a ella atraída por su magia?
No podía confiar en nada, era cierto, y temió que Arturo no estuviese vivo. Notó que el estómago se le revolvía. ¿Y si él también estaba muerto como lo habían estado todas las personas de aquel poblado al que habían llegado Maebe y ella? Maebe tampoco había estado viva, tampoco lo estuvo la familia de Maebe... y, en esos momentos, incluso dudó de que Ondina y las demás estuviesen vivas, fuesen materia y alma.
      ¿Qué te ocurre? Te has quedado muy seria.
      Me apena todo lo que me cuentas —le contestó ella incapaz de evitar que su voz sonase trémula—. Es muy triste que nos hagan esto.
      Triste no es la palabra acertada. Es injusto, es horrible, es una barbarie.
      Exacto.
Yuna alzó de nuevo los ojos y, con decisión, le tomó la mano a Arturo, con fuerza, enlazando sus dedos con los de él, apretando cada vez con más ímpetu, como si quisiese encontrar la respuesta que tanto necesitaba a las preguntas que se había formulado... Arturo la miró extrañado, pero enseguida respondió a la presión creciente que Yuna ejercía en su mano.
      Yuna, dentro de dos días, llegaremos a nuestra tierra. Es probable que no nos volvamos a ver nunca más, pues yo tengo mi vida casi resuelta allí. Tú seguro que también tienes otros planes... Es posible que nos perdamos para siempre. No me gustaría desaprovechar ni un solo minuto de los que tenemos. Por favor, permíteme conocerte hasta lo más hondo de tu alma. Congeniamos, sé que estamos en la misma dimensión...
      ¿Seguro? Estás aquí conmigo, ¿verdad?
      Por supuesto que estoy contigo.
      ¿Qué te ocurrió antes de subir a este barco? ¿No estuviste enfermo, ni se quemó tu casa, ni...?
      Por supuesto que no. No estuve enfermo, ni sufrí un accidente ni nada de eso. ¿Por qué? ¿Temes que yo también muera, como tu familia?
      Temo que no estés vivo, que estés muerto —le confesó casi sin voz.
      ¿Cómo? No, no, ¡de momento estoy seguro de que estoy vivo! —rió él con energía—. ¿Por qué crees que estoy muerto? ¿Acaso no sientes el calor de mis manos, el latir de mi corazón, mi respiración...?
Yuna intentó recordar si también había notado los latidos del corazón de Maebe cuando habían dormido juntas, bajo los árboles. No podía recordarlo. Tampoco recordaba si la había sentido respirar. No recordaba nada del aspecto físico de Maebe. Quizá ella la hubiese hechizado para que no se fijase en esos detalles. Cerró los ojos con impotencia.
      Tienes razón. A partir de mañana, tendremos que separarnos. Nos separaremos cuando lleguemos a nuestro destino. Debemos aprovechar estos momentos que tenemos —le confirmó Yuna estremecida—. Verás, todas las personas que se han acercado a mí en los últimos meses estaban muertas.
      Tú eres lo que en mi tierra... y tu tierra también, supongo, por lo que me has contado de tus familiares, se llama “meiga”.
      ¿Qué es eso?
      Es una mujer con poderes hermosos, pero también puede llegar a actuar con mucha maldad y rencor. Hay meigas buenas y meigas no tan buenas. Por cierto, ahora que pienso... Hay algo que no me cuadra. Si provienes de una tribu indígena y me dijiste que perdiste a toda tu familia en un incendio, ¿qué familiares tienes en mi tierra?
      A nadie, no tengo a nadie allí, pero tengo que llegar allí para cumplir una promesa que le hice a una buena amiga —le explicó presionándole las manos. Aún no se las habían soltado.
      Eres increíble. Haces un viaje de semanas por una promesa. Supongo que tu intención es quedarte allí a vivir, ¿verdad? Sería inútil e ilógico que quisieses marcharte tan rápido. Entonces tal vez no sea necesario que nos separemos. Puedes venir a mi casa si no tienes a donde ir y, cuando sepas qué quieres hacer con tu vida, entonces...
      Te lo agradezco muchísimo. Realmente no tengo a donde ir y ni siquiera sé qué debo hacer una vez llegue allí. Nunca he estado en ningún sitio aparte de mi poblado. Desconozco cómo funcionan las cosas allí.
      Allí funcionan de una manera muy sencilla, de la misma manera como funciona el mundo entero: con dinero. Si tienes dinero, puedes aspirar a comprar algún lugar para vivir o quedarte en alguna pensión u hotel mientras no encuentras donde habitar.
      Sí tengo dinero. Antes de emprender este viaje, ahorré mucho y...
      Perfecto. No es necesario que me des explicaciones. Yo te ayudaré a encontrar allí un trabajo y un lugar para vivir. Por suerte, es un país económicamente accesible. En otros lugares, es mucho más caro vivir.
Aquella conversación derivó en otras más profundas. Arturo y Yuna permanecieron conversando hasta que el día empezó a declinar, hasta que el atardecer se volvió una realidad. La noche ya se asomaba al horizonte imaginario que dividía el cielo y el mar. Ni siquiera se dieron cuenta del paso de las horas. Habían bebido agua, habían hablado de todo, se habían mirado largamente a los ojos durante minutos eternos. Habían compartido lo que otras personas ni siquiera podían compartir en una vida.
      Yo sabía que eras especial, pero nunca imaginé que lo fueses tanto. Por cierto, ¿sabes hablar la lengua de nuestra tierra? —le preguntó mientras caminaban lentamente por la sala que los había acogido durante horas.
«Se supone que sé hablar cualquier lengua del mundo, pero ahora no recuerdo nada. Es como si Maebe se hubiese llevado todo lo que me ha enseñado al abandonar mi cuerpo», pensó estremecida.
      No, no sé hablarla. ¿Es necesaria para vivir allí?
      Por supuesto que lo es. El español también se habla, pero es mejor si te expresas en nuestra lengua, pues mucho nos ha costado que sea lengua cooficial de nuestro país... Yo te enseñaré a hablarla si quieres.
      De acuerdo. Sí quiero aprenderla.
      Es muy tarde. Deberíamos ir a cenar ya. Supongo que tendrás hambre.
      Tengo mucha hambre, realmente. No entiendo a dónde han ido las horas del día. ¡Ni siquiera hemos comido!
      No hemos comido nada físicamente, pero nuestra alma se ha alimentado de la magia que nos ha acompañado durante estas horas —le indicó acercándose a ella. Tomó un mechón de sus rizados cabellos y lo envolvió en sus dedos—. Eres preciosa, Yuna. No voy a negarte que me he enamorado profundamente de ti. Es la primera vez que me ocurre esto. He estado con otras mujeres que me han gustado mucho, pero por ti siento algo único, especial... Perdóname, tal vez sea demasiado pronto para confesarte esto; pero pienso que no tiene sentido que me lo calle si lo siento con tanta vida.
      No te preocupes. Agradezco que me lo digas. Yo nunca me he enamorado de nadie. Es la primera vez que siento que me gusta tanto otra persona —le reveló agachando la mirada, tímida y estremecida.
      Entonces, los dos somos unos inexpertos en el amor —le sonrió amigable—. Quiero que nos conozcamos bien, que no nos precipitemos, pero hay algo que me impulsa a ti, como si el mismo tiempo me avisase de que son pocos los momentos que podemos compartir.
      Yo tengo exactamente la misma sensación.
Se hallaban entre las sombras del ocaso, sombras que la luz cristalina que manaba de aquella preciosa lámpara quebraba, volvía acogedoras. No había nadie en ese instante ni en ese espacio que pudiese interrumpir ese momento, pero los detenían la prudencia y la inseguridad. Una certeza incierta flotaba entre los dos, alertándolos de que iba a ocurrir algo y, también, callando las intuiciones que gritaban en sus almas.
      Vayamos a cenar. No quiero que te desmayes de hambre por culpa mía —le pidió él tomándola del brazo.
      Vayamos, sí.
Fue una velada muy tierna y llena de complicidad. De vez en cuando, Yuna se acordaba de Maebe y, sin que pudiese evitarlo, rogaba que ella no volviese aquella noche. Era la primera vez que ansiaba estar sola, realmente a solas con otra persona, sin que Maebe sintiese sus emociones.
      Me gustaría poder leer la voz de tus pensamientos cuando callas.
      Pienso en todo lo que nos espera después de este viaje.
      Nada es seguro en la vida, pero yo también me imagino que esto que nos está sucediendo es una gran oportunidad para los dos.
      No me costará iniciar una nueva vida allí si tengo a alguien que me apoya y me ayuda.
      Yo te apoyaré y te ayudaré. Es probable que haya personas que no entiendan este amor tan repentino, pero es que yo siento que te conocí en otro tiempo, en otro lugar, porque tu manera de hablar no me resulta en absoluto desconocida. Es como si hubiese oído tu voz durante años. Además, sé lo que puedes decir y opinar antes de que me lo reveles.
Era magia, simplemente; pero Yuna no dudaba de la veracidad de esa magia porque no era la primera vez que le ocurría algo tan hermoso; algo que no parecía formar parte del mundo que todos conocían. Era algo intangible que iba más allá de cada momento y de cada dimensión.
Cuando terminaron de cenar, entonces subieron a la cubierta del barco y permanecieron mirando el mar, nocturno como el cielo, hasta que el frío los instó a protegerse. Había más gente a su alrededor, pero, para ellos, no existía nadie más que el otro.
Mientras el frío de la noche les permitió estar juntos allí, bajo el firmamento y a la vera del mar, conversaron sobre sus vidas, sobre lo que esperaban encontrar cuando desembarcasen, sobre lo que era para ellos la magia. Yuna fue capaz de abrirle su corazón a Arturo de una manera única y él la escuchaba embelesado, fascinado, sorprendido. Ella también ansiaba conocer cómo había sido su vida, qué había hecho. Arturo le habló de su infancia, vivida en una aldea costera del país al que viajaban. Le habló de su padre y su abuelo tanto materno como paterno, todos marineros, descendientes de una estirpe que siempre había vivido del mar. Le habló de su madre cariñosa, trabajadora y fuerte, labriega de alma, que había sacado adelante una familia compuesta por tres hijos, dos chicos y una niña débil y enfermiza a la que todos querían proteger con sus propias vidas. Le habló de campos verdes sin fin en los que pastaban vacas marrones, le habló de la fuerza de los temporales marítimos que derribaban muros, que arrastraban árboles, incluso casas. Le cantó canciones típicas de su pueblo, le habló en la lengua de sus ancestros y de sus posibles hijos. Estuvieron compartiendo el alma y la memoria como si aquélla fuese la última noche de sus vidas.
De repente, cuando el frío arreció, volviéndose casi insoportable, Arturo le propuso a Yuna protegerse en algún lugar donde pudiesen seguir conversando tranquilamente. Entonces, ella sintió que unos nervios férreos se le asían al estómago. Aquellos nervios le revelaron que lo que más deseaba en ese momento era hallarse junto a Arturo en su camarote, a solas con él, sin que existiese la posibilidad de que alguien los interrumpiese, ni siquiera Maebe, quien parecía muy lejos de ella, de ese lugar y de ese momento.
      Puedes venir a mi dormitorio, si quieres —le propuso ella sin pensar en sus palabras.
      ¿Estás segura? No quiero forzarte a nada.
      Sí, estoy segura. ¿Qué más da? Me conoces ahora mismo mucho mejor de lo que me conoció nunca mi familia tras compartir con ellos tantos años. Quiero que estemos juntos. No quiero nada más.
Él no se opuso. Realmente ansiaba estar con ella a solas, contemplarla a la tenue luz de las bombillas que iluminaban los camarotes, juntos en un espacio mucho más reducido y poder acercarse a ella hasta aspirar el aroma de su cuerpo. Flotaba entre ellos una marea que iba y venía, una marea de seducción de la que ninguno de los dos podía huir, y verdaderamente ninguno de los dos quería hacerlo. ¿Qué importaba ya?
      ¿Quién nos asegura que exista el mañana? —le preguntó Yuna después de cerrar la puerta tras de sí—. No está escrito en ninguna parte que haya mañana.
      Ni mañana ni ayer. Sólo existe este momento —prosiguió él mirándola tiernamente—. Por cierto, me gusta mucho como vistes. Ese vestido azul te sienta de maravilla.
Era un vestido que Maebe la había ayudado a adquirir en una tienda que se hallaba en el puerto del que zarparon hacía ya tantos días. Era azul y tenía un vuelo sinuoso que la envolvía como si no tuviese materia, como si ella no tocase el suelo al andar.
      Eres muy bella, Yuna. Eres la mujer más bonita que conocí jamás. Tus ojos marrones e intensos, tu pelo oscuro, tan vivo, tu cuerpo... Pareces un ser mágico.
      Realmente, soy un ser mágico. No imaginas hasta qué punto lo soy —susurró ella avergonzada.
      No lo dudo, en absoluto.
Yuna sabía muy bien lo que podía ocurrir a partir de esos momentos. Había oído hablar en infinidad de ocasiones del amor, de cómo se demostraban esos sentimientos, de lo bonito que era compartir el cuerpo y el alma con otra persona.
No quería evitar nada. Quería vivir, experimentar y sentir, sentirse amada al fin. Nunca había necesitado tanto que alguien le demostrase que la quería. Además, Arturo la atraía mucho. Conocía el sentimiento de la atracción, pero era la primera vez que lo experimentaba. Sabía que aquella sensación tan ardiente que se le esparcía por todo el cuerpo era atracción, era deseo.
Se acercó tímidamente a él mientras le sonreía con cariño. Él la tomó de las manos y la miró profundamente a los ojos. En aquel momento, el mundo se detuvo. Incluso desapareció para los dos el movimiento del barco al navegar.
Sería la primera vez que un hombre la abrazaría, que ella besaría a otra persona, que le entregaría a otro ser todo lo que ella era; pero no tenía miedo. Le apetecía saber qué era fundirse con otra persona, sentirse y saberse deseada.
Él la abrazó con ternura, con miedo a asustarla o a que ella se arrepintiese de querer vivir con él ese momento. La abrazó como si su cuerpo fuese frágil y quebradizo. Ella se asió a él con desesperación, como si de repente hubiese explotado en ella toda esa soledad que llevaba acompañándola desde la mañana en la que había emprendido aquel extraño viaje en busca de la hierba que sanaría a su hermana; un viaje que, al final, había resultado una trampa.
Quiso olvidarse de todo lo que la había afligido. Cuando Arturo se acercó a ella para besarla, cerró los ojos y sólo se concentró en las sensaciones que despertaban en su ser: aquel delicioso calor, los estremecimientos que agitaban su piel, la necesidad de deshacerse de la ropa que llevaba... Todo ocurría tan rápido que ni siquiera ella podía conocer lo que iba a suceder. Sintió que él la presionaba contra su cuerpo, la abrazaba apasionadamente mientras la besaba y la desvestía rápidamente con sus ágiles manos.
Nunca imaginó que besar a otra persona fuese aquel intercambio de respiraciones, de ternura y de pasión. Le gustaba sentir cómo él la besaba, cómo unía sus labios a los suyos, cómo se hundían en aquellos besos que encendían todo su ser; mas aquellos besos no fueron más que el preludio del sinfín de sensaciones que luego la enloquecerían al sentirse tan unida a él, tanto física como anímicamente. Se entregó a él sin pensar en nada, sólo sintiendo y olvidando el futuro, deseando que aquella noche no terminase nunca y que no apareciese ningún horizonte en el que tuviesen que desembarcar.


miércoles, 27 de mayo de 2020

MÁS ALLÁ DEL VIENTO: CAPÍTULO 14. ATRAVESANDO EL MUNDO


CAPÍTULO 14
ATRAVESANDO EL MUNDO
¿Quién no tiene una voz dentro de sí que continuamente le habla, critica lo que hacen los demás sin que así lo queramos o tira por tierra cualquier acto que llevamos a cabo? ¿Quién no tiene que luchar para ignorar una serie de palabras que atacan directamente a nuestra autoestima o a nuestra manera de ser? Quien nunca haya tenido una voz aparte de sus propios pensamientos, esos pensamientos conscientes de los que somos absolutos dueños y que podemos convertir en recuerdos sin esfuerzo, entonces no ha vivido realmente la división entre la parte positiva y negativa de nuestro ser, dos partes que se complementan y que, incluso, no serían nada sin la otra.
De esa manera se sentía Yuna desde que Maebe se introdujera en su cuerpo, compartiendo con ella la esencia, la mente y el alma, hablándole en los sueños y en la vigilia, creando una unión única que alimentaba el corazón y que ayudaba a crear más esperanzas dentro de un estado de completa soledad, que había sido una noche sin estrellas a la que no se asomaba la luna por sentirse ésta también algo solitaria en la nada. Seguramente, Yuna siempre se habría negado a que cualquier ser se adentrase en ella para controlar sus pensamientos y sus acciones; pero, en el momento en el que Maebe había reaparecido ante ella, en aquellos sueños astrales, Yuna se sentía desvalida y perdida en su vida, sin rumbo ni acciones concretas por los que luchar. No sabía qué sería de ella el invierno siguiente, no confiaba en la eterna ayuda que la naturaleza le había proporcionado siempre, sobre todo porque llevaba ya varios meses subsistiendo en una vida que no entendía y que se desarrollaba en un mundo que había cambiado demasiado para ella, que había dejado de ser el mundo que ella había conocido para convertirse en una realidad absolutamente inhóspita.
Maebe era una parte de ella ya, innegable y necesaria, que la ayudaba a confiar en la vida, que le enseñaba a sobrevivirle a la desesperanza. Quedaba ante ella una larga senda por recorrer; una senda cuyo fin, en realidad, Yuna desconocía dónde se hallaba; pero nunca se habría sentido capaz de empezar a recorrerla sola. Ante el mundo desconocido, ella se creía nada, tan pequeña como una mota de polvo que se pierde en una tormenta, que el viento arrastra y lleva al olvido.
Nunca se sentía sola. Al fin, alguien contestaba a sus pensamientos, a sus preguntas retóricas y a sus inquietudes, calmaba sus preocupaciones y la animaba cuando el desaliento se le asomaba al alma. Por fin alguien compartía con ella la belleza de cada momento, las opiniones con respecto al mundo y al pasado. Alguien la escuchaba, le aconsejaba, le resolvía las dudas que surgían cuando el camino se estrechaba y se enrevesaba entre los árboles. Yuna temía que aquella voz que la acompañaba siempre que ella lo necesitaba y deseaba desapareciese. No se creía capaz de vivir sin ella. Maebe era única en sí misma, pero también se había convertido en una parte de su ser. Incluso, Yuna dudaba, en algunos momentos, de dónde nacían los pensamientos y los sentimientos que le llenaban el alma, si de su propio ser o de la mente de Maebe.
A veces, intentando no desear que Maebe escuchase esos pensamientos, lamentaba que ella no fuese tangible, que no estuviese a su lado acompañándola de verdad, físicamente, que no pudiese abrazarla, ni tocarla ni besarla. No tenía muy claro qué sentía por ella, pero sí sabía ciertamente que había comenzado a depender de su voz y de sus emociones para sentirse alguien, para creer que todo iría bien.
Aquellos meses invernales de preparación fueron muy productivos. Maebe le enseñó a hablar la mayoría de lenguas con las que se encontrarían a lo largo de su viaje. También le reveló una sabiduría antigua a la que Yuna nunca habría tenido acceso si no hubiese sido por ella. Incluso la ayudó a desenvolver esos dones que su familia le había ocultado que tenía. Yuna aprendió a escuchar la voz de su alma sin ignorar ni una sola de las palabras o señales que ésta le enviaba.
Yuna era muy buena alumna. Aprendía todo lo que Maebe compartía con ella y le enviaba en el silencio en el que ambas convivían. Todo conocimiento era hermoso, era necesario; sin embargo, la enseñanza que a Yuna más la enriqueció y sorprendió fue la que, en una noche de luna llena, Maebe le transmitió con solemnidad y emoción.
Durante generaciones, la tribu en la que Yuna había nacido siempre había estado muy conectada a la naturaleza. La naturaleza era tanto la madre como la hija de todos. Cuidaban de ella como si fuese una creación de sus manos, la respetaban como siempre hay que respetar a una madre y la mimaban como esos hijos que llevan en su corazón tanto de nosotros mismos. Era una maestra y de ella aprendían. La vida era sencillo si convivían en perfecta harmonía con los árboles, los animales del bosque y del cielo y con el agua de los ríos, aprovechando las bendiciones que esta bondadosa madre les enviaba y compartía con ellos: la luz del sol después de una tormenta, el olor de la hierba recién nacida, el sabor de los frutos maduros, el canto de los pájaros que de tantas cosas avisan, el viento que alerta de la llegada de una tormenta, las estaciones que invitan a sementar, cultivar y a cosechar, el paso de los días llenos de aprendizaje, el campo de estrellas en el que reina la noche, las fases de la luna y el atardecer, reposado y tranquilo. A ninguna de aquellas personas se les habría ocurrido destruir un bosque en su propio beneficio, más que nada porque a nadie se le habría pasado por el alma la idea de que pudiesen obtener beneficio quitándole tanta vida a la naturaleza que con tanto amor se la daba. Ninguno de ellos podía imaginar que la vida pudiese continuar después de quemar una ingente cantidad de árboles y asesinar así a tantos y tantos animales. La naturaleza era la única realidad que tenían. Más allá de ella, ya no había nada más. Ni siquiera existía la idea de otro mundo, de otra tierra. Sólo conocían lo que tenían y era más que suficiente.
Desde siempre, esa conexión con la naturaleza les había permitido hablar con ella, conversar con ella, preguntarle qué ocurriría con sus vidas, pedirle al viento que se marchase hacia las montañas y agitase así el polvo de los caminos, solicitarle a la lluvia, en tiempo de sequía, que viniese a regar los campos. Esa conexión les facilitaba manejar el poder de la lluvia, del viento, de la nieve, de los días soleados. Era una fuerza ancestral que llevaban en el alma, que les volvía únicos en su especie. De aquella conexión nacía el respeto infinito que todos le profesaban a la naturaleza. La amaban como se ama al ser que nos ha dado la vida y con quien mantenemos un vínculo inquebrantable si el amor reina en esa relación, el amor y el respeto.
Yuna también llevaba ese poder en el alma, pero ella no lo sabía, no lo supo hasta que apareció Maebe para revelárselo. Aquella noche en la que Yuna descubrió aquella faceta de su carácter, aquella habilidad tan mágica, sintió que volvía a nacer, que, de una forma veloz y casi imperceptible, era niña de nuevo, crecía rodeada de verdad y maduraba siendo quien vino a ser a este mundo. Conocer ese don la liberó y la creó de nuevo.
Maebe iba dándole indicaciones sutiles y llenas de paciencia y cariño. Mientras el viento se aquietaba, las desnudas ramas de los árboles susurraban suavemente y la luna lanzaba a la tierra su luz plateada, Yuna, en silencio, concentrada en lo que Maebe le musitaba, notó que algo comenzaba a cambiar por dentro de ella.
      Tienes que sentirte volátil. Olvida que tienes una parte material y convéncete de que sólo eres espíritu, alma, algo intangible que puede volar entre los árboles.
Y aquello era posible porque Yuna dominaba a la perfección las técnicas de meditación que durante años habían sido la curación a sus nervios y sus tristezas.
      No cierres los ojos. Fíjate en todo lo que te rodea. Descríbelo.
      Hay oscuridad, pero la luna quiebra las sombras. Veo que las ramas de los árboles se alzan hacia el cielo como si quisiesen alcanzar las estrellas. Ya me he acostumbrado a la luminosidad de la luna. Creo incluso que puedo ver la silueta de las poderosas montañas que nos separan del país donde nací.
      Muy bien. ¿Y qué percibes con el alma? ¿Puedes oír la voz que susurra detrás de todo lo que ves?
Después de un largo silencio, Yuna notó que en su alma entraba una voz nueva, hasta entonces desconocida, que le removió muchas emociones y sentimientos siempre retenidos.
      Es como si alguien me llamase. Es una voz que no suena, pero se siente con mucha fuerza —contestó con ganas de llorar.
      Escúchala. ¿Qué te dice?
      Siento que me invita a unirme a ella. Es una sensación muy poderosa.
Yuna sintió que su alma se aquietaba y que, enseguida, una fuerza tibia y brillante le inundaba el ser, la transportaba lejos de ese instante y la llevaba a un lugar en el que no había materia, sólo una niebla que giraba envuelta en destellos que no deslumbraban. Un remolino de luz y de sombras la envolvió como si fuese un manto cálido y protector. Una calma muy grande se adueñó de ella. Al mismo tiempo, Yuna sabía que podía desear algo, lo que fuese, que ocurriese algo relacionado con los fenómenos meteorológicos. La naturaleza (o ese espíritu que la había invadido por completo) la escucharía e incluso la obedecería.
Era invierno. Hacía mucho frío, pero no había nevado todavía. No solía nevar en aquellos lares. Las montañas estaban acostumbradas a alimentarse sólo de lluvia, pero aquel año los ríos iban menos caudalosos que otras veces porque aquel otoño pasado no había sido muy lluvioso. Yuna sabía que la primavera demandaría más agua cuando llegase, sedienta de vagar por la tierra fría de la nada. Así pues, sin casi pensárselo, Yuna deseó que nevase.
Nunca había visto la nieve, pero le habían hablado de ella en más de una ocasión. Sobre todo Maebe la había ayudado a conocerla. La había visualizado gracias a Maebe. A Yuna le pareció preciosa la imagen de un bosque todo cubierto de nieve, en el que los oscuros troncos de los árboles contrastaban con aquella blancura tan pura. Sabía que debía nevar durante varias horas para que cuajase, para que aquella nevada tuviese sentido. Se imaginó también lo hermosas que se verían esas montañas tan imponentes adornadas por la nieve.
En cuanto aquel deseo musitó por dentro de ella, Yuna percibió que el remolino de luz y de sombras que la envolvía se aquietaba por unos momentos. Parecían nubes hasta entonces movidas por un viento feroz que se habían quedado paralizadas, a la espera de una nueva ráfaga que las impulsase. Entonces, de ese remolino sereno, comenzaron a brotar unos copos blancos, pequeños y delicados, que cayeron suavemente a la tierra, a través de la oscuridad de la noche. El cielo, antes tan estrellado e iluminado por la poderosa luna que todo lo veía, se cubrió de unas nubes densas y violáceas que volvieron más profunda aquella noche tan mágica.
      Muy bien, Yuna, sigue así —oyó lejanamente que la animaba Maebe—. Lo has logrado.
Yuna no quería abrir los ojos, aunque sabía que, si lo hacía, vería el resultado de su mágico deseo, el fruto de aquella conexión tan inesperada y sublime con la naturaleza. No quería despegarse de esa imagen tan hermosa en la que los copos blancos y tiernos se perdían por la fuerza de la gravedad, jugando con el remolino de niebla antes de desaparecer. Había tanta quietud que Yuna deseó que aquellos momentos durasen para siempre, pero de súbito sintió que la tierra la llamaba, que su cuerpo la reclamaba.
Hacía más frío que antes. Yuna estaba sentada en el suelo, apoyada en el tronco antiguo de un árbol cuyas enormes ramas la protegían de la nieve que caía a su alrededor, de ese cielo antes tan brillante y, ahora, tan misteriosamente cubierto de nubes.
      Me da lástima que aquí no haya nadie que pueda ver la nieve —le confesó Yuna a Maebe—. Yo soy la única habitante de estos lares.
      Esta nevada no influirá a ninguna persona, pero sí beneficiará mucho a la naturaleza. Gracias por no pensar en ti solamente, Yuna.
      Yo nunca había visto la nieve —declaró Yuna levantándose del suelo—. Es preciosa. Que bonito se ve todo. Es como si la nieve brillase.
      Cuando todo esto esté cubierto de nieve, entonces te parecerá que no es preciso que las estrellas iluminen la noche. La nieve es luz, también. Su blancor tan puro será la luminiscencia que quebrará la oscuridad.
Yuna caminó lentamente entre los árboles, volviendo a su hogar, sintiendo el frío, sintiendo cómo los copos caían en sus cabellos y se perdían entre sus rizos, notándolos fluir por su piel, dándole esas caricias tan gélidas que la estremecían, pero no la incomodaban. Le gustaba la nieve. Le parecía mágico que del cielo pudiese brotar algo tan puro, tan inmaculado y frágil.
Como aquélla, Yuna vivió muchas más noches. Maebe la volvía sabia con el conocimiento que le transmitía, con las habilidades que la ayudaba a descubrir. Yuna se sentía dichosa, afortunada, feliz, después de perder la esperanza de que algún día encontraría esa paz que la vida le había arrebatado.
Y así llegó la primavera, lenta, hermosa, verde. Nevó varias veces más. De las montañas, descendían caudalosos los ríos, la tierra se volvió mucho más fértil y brotaron tantas flores y frutos... El cielo fue aún más azul después de cada nevada. La tibieza que traía la primavera aceleró el fluir de los acontecimientos. Yuna preparó aquel viaje hacia no sabía dónde con la ayuda de Maebe sintiendo que no quería alejarse de ese lugar que había sido su hogar durante tantos meses. La aliviaba saber que no estaba sola, pero no quería irse de allí. Habría preferido no tener ninguna misión que cumplir, permanecer allí para siempre, rodeada de soledad y acompañada por el ser más mágico que podía existir; pero la Tierra la necesitaba, el mundo también, la naturaleza confiaba en ella.
Para entonces, ya dominaba a la perfección esas técnicas que le permitían conectar con el espíritu de la naturaleza. También podía tener sueños astrales cuando lo desease. A través de ellos, viajaba hacia lugares que todavía no conocía y que, más tarde, recorrería junto al espíritu de Maebe. El mundo era un lugar ingente para ella, pero, gracias a esos sueños astrales, podía conocerlo un poco mejor antes de viajar por él.
Gracias a los mercados en los que había vendido sus productos, Yuna tenía varios ahorros que le facilitarían desplazarse por los diferentes países que tenía que recorrer. No sabía por qué debía hacer ese viaje cuando era el espíritu de la naturaleza el que estaba amenazado por un alma llena de ambición y odio, si es que a ese ente se le podía llamar alma. Para ella, un alma no era alma si estaba hecha de maldad y egoísmo.
En ese viaje, Yuna conoció diferentes maneras de vivir, las que no tenían ninguna relación con lo que ella había conocido. Fue aprendiendo a interpretar la forma de ser de los habitantes de distintos países para detectar de dónde manaba ese deseo de exterminar los bosques para extraer un supuesto beneficio que a todos perjudicaba. Tenía que encontrar el origen de tanta maldad y aquello parecía una tarea imposible de llevar a cabo.
Maebe siempre la animaba, la serenaba cuando algo le parecía incomprensible, cuando caían sobre ella momentos imposibles de entender, circunstancias que jamás creyó vivir. Al principio, Yuna estaba muy ilusionada. Viajó con Litzia hasta que llegaron al país que colindaba con aquél en el que había vivido durante aquellos meses. Llegaron a unos poblados casi desiertos, atacados por la pobreza más extrema. Pasaron de largo, sabiendo que aquellas personas no tenían la culpa de que el planeta estuviese enfermo.
Litzia era una yegua muy paciente, pero llegó un día en el que Yuna notó que estaba agotada de cabalgar por lugares tan dispares, tan extraños. Ella era feliz allí en el hogar que Yuna había habitado durante meses. No le había apetecido en ningún momento abandonar aquella morada para lanzarse a un viaje incierto y Yuna había ignorado sus sentimientos. Ni siquiera se había planteado la posibilidad de que Litzia prefiriese ser libre. Una vez se dio cuenta de lo que ocurría en el alma de su yegua, la desmontó, le quitó la silla y las riendas y la miró profundamente a los ojos mientras la acariciaba y le decía:
      Perdóname, Litzia. No pensé que no quisieses venir conmigo. He sido muy egoísta. Todavía estás a tiempo de recorrer tu propia senda e ir a donde quieras llegar. ¿Quieres ser libre, Litzia?
Litzia agachó levemente la cabeza. A Yuna le pareció detectar tristeza en aquellos preciosos ojos claros.
      Quieres ser libre. Lo entiendo, Litzia. Eres libre. Nada te ata a mí ni a nadie. Cuídate mucho. Sé feliz, corre libre, busca tu hogar. Ojalá nos veamos en otra vida. Cuidaré de ti desde la distancia. La naturaleza te protegerá. Te quiero, Litzia. Nunca me olvidaré de ti. Gracias por todo lo que me has dado.
Yuna la abrazó aguantándose las ganas de llorar. Se separó de ella y se dio la vuelta antes de hundirse una última vez en los ojos sinceros y nobles de Litzia.
El corazón le latía con fuerza y las ganas de llorar que sentía se intensificaron cuando oyó que Litzia empezaba a caminar alejándose de ella.
Se hallaba en medio de un campo sin árboles ni flores, exento de vida, bajo un cielo en el que moría la luz del día. Las montañas quedaban lejos y un valle se abría entre ellas, también muy lejano ya. Parecía como si hubiese dejado atrás todo lo que podía reconocer. Era el principio de una senda casi desierta que Yuna tenía que recorrer en soledad, en una soledad física que, por suerte, no se extrapolaba a su alma, pues anímicamente no estaba sola, y eso era lo que más importaba, tal vez sea lo que más importa, que no nos sintamos anímicamente solos, pese a que físicamente no haya nadie a nuestro lado que pueda tomarnos de la mano para calmarnos el dolor y la tristeza a través de gestos cariñosos. Si en el alma tenemos la certeza de que alguien vela por nosotros allí en la distancia, entonces la parte física de nuestro ser se sosiega y podemos sonreír sintiéndonos amparados por un alma que también nos ama y nos habla sin palabras.
Yuna conoció los carruajes más pobres, los vehículos más destartalados y también los trenes, diferentes formas de desplazarse que nunca había imaginado y que conocía gracias a la sabiduría de Maebe, quien no permitió que se sintiese sola en ningún momento. Cuando alguien le hablaba, Maebe se expresaba a través de Yuna, facilitándole las palabras que podía pronunciar y que no revelasen que ella no pertenecía a ese mundo tan extraño.
Abandonaron aquellos países enormes donde había tantas ciudades, tantos pueblos, y se embarcaron hacia otro continente. Yuna nunca había montado en barco. Le pareció temeroso, pero descubrió que la apasionaba el mar, atravesar el mar, los océanos, escuchando el rugir de las olas allí abajo, viendo cómo anochecía y amanecía en el mar, sin ver montañas, ni tierra, ni ríos, nada, sólo una extensión ingente de agua que parecía no tener fin. Se sentía flotar y a la vez anclada a una sensación de protección que no acababa de comprender.
Allí, en la cubierta del barco, parecía posible tocar las estrellas si alargaba la mano. Pese a navegar con más gente, ella se sentía única en su mundo compartido. No necesitaba relacionarse con nadie porque dentro de ella tenía un alma que la entendía mejor que cualquier persona. No obstante, para el resto de las personas que hacían ese mismo viaje ella no era invisible. Intentaron entablar conversación con ella bastantes pasajeros. Yuna contestaba educadamente, pero no se atrevía a abrirle su corazón a nadie. Sentía que a ella nadie la comprendería ni la creería. ¿Cómo iba a explicar que provenía de un poblado que ya no existía, que su familia había desaparecido? Nadie confiaría en ella. Todos verían en ella a un ser extraño y demasiado misterioso, incluso peligroso. Siempre lo desconocido inspira miedo, un miedo algo racional, pues surge de querer protegernos; pero ese miedo es injustificable la mayoría de ocasiones, pues invita al rechazo, a la desconfianza más dañina y al desprecio, incluso.
Mas a Yuna no le importaba. Se dirigía hacia algún lugar inconcreto, un puerto donde atracaría el primer barco que la había llevado a través del mar durante días, durante semanas. La comida, lo que bebía, cómo dormía, con quién hablaba, todo eso se lo quedaría el mar cuando desembarcase de aquel transporte tan curioso que la arrobaba con su mecer lento y tranquilo. Todo se lo quedaría el mar. El mar también se quedaría sus pensamientos y sus recuerdos increíbles, sus experiencias incomprensibles. Le daría al mar su inseguridad y su miedo para que también se los quedase y los convirtiese en olas que removiesen las aguas, dándoles vida a los que allí existían, impulsándolos a través de la vida. Todo eso se lo quedaría el mar y de ello se olvidaría cuando tocasen tierra.